Los nombres quedan impresos. Una persona, animal, cosa, personaje, se identifica con su nombre. Todos son importantes, uno no puede ser sin nombre. Cada letra tiene personalidad, cada sílaba cuenta una característica y todo junto es inseparable de su dueño. Canasta. Muchos tipos, pero al fin y al cabo, una canasta es una canasta. Gato. Cuatro patas peludas, una cola esbelta y delicada, bigotes, ojos felinos. Patricio. Un nombre, un sujeto en específico. No puedes quitarte el nombre, es algo que siempre estará ahí, el que llamas en voz alta o por el cual tu alma te identifica. Uno, dos, tres, cinco, todos lo que sean, pero los necesarios para delimitar tu persona. "Soy Eugenia" dicho con una voz grave, lenta, profunda. La veo. "Payo", un apodo, aún así, lo identifica. "Nube blanca". También pseudónimos. Los nombres deben ser. Tu nombre es bello, por ser tuyo nada más. Pueden coincidir las letras, las sílabas, los apellidos incluso, pero tu esencia no. Ahí esta cuando dices: "Pablo", solamente con tu tono de voz, con tus pausas, con tu persona derramada sobre él.
Los nombres no se pueden decir con lápiz. Ni siquiera con uno amarillo. Los nombres no se borran. Los lápices son para borrar lo hecho. Cobardes, pero al mismo tiempo amigables al inviratme al riesgo de hacer algo, que luego podré deshacer si me equivoco. Los nombres no son así. Los nombres son, están, mientras que tú seas y estés, aquí o en otro lado.