Thursday, May 23, 2019

21, 05, 2019


Tuve dos peces. Pequeños, saltarines. Vivían separados por ser de distintas especies, pero al final, los dos nadaban y causaban ondas en la superficie de sus aguas. Uno tenía una cola larga, aletas amplias, parecía una mariposa. El otro era más pequeño, más amorfo, más discreto; pero más vivo. Los dos comían bien; a uno le gustaban los camarones y a al otro las migajas de pan. Los tenía lejos del sol para que no se acaloraran, en recipientes transparentes llenos de luz por todos lados. Todas las mañanas los saludaba y por las noches me aseguraba que tuvieran agua fresca y limpia. Mis peces, que un día amanecieron comportándose de forma extraña.

Uno de ellos tenía las aletas pegadas al cuerpo, le costaba trabajo nadar. El otro dejaba rastros rojizos por donde pasaba, seguía moviéndose, pero parecía que algo le dolía. Me preocupé y los quité de donde solían estar: más sombra, agua más limpia y fresca, mejor comida. Pero al día siguiente, el primero permaneció en la superficie de su agua, moviéndose lo menos posible, recargado en la planta ornamental. El segundo, se convulsionaba cada segundo con más fuerza, golpeando las paredes de su recipiente. No notaron la comida, ni los medicamentos, ni mi presencia.

El primero, ladeado, con las aletas completamente pegadas al cuerpo solamente respondía si yo movía su recipiente. El segundo golpeaba sus paredes, siempre en el mismo lugar, cada vez más fuerte, hasta que fue inevitable abrir una grieta por donde empezó a salir el agua. Primero unas cuantas gotas, pero la presión aumentó y el chorro se hizo más grande. Corrí a tapar la grieta con mis manos, pero era imposible contenerla. El agua corría entre mis dedos, y yo no quitaba los ojos de encima de mi pez, que luchaba contra la corriente. Poco a poco se fue vaciando y él cansando, hasta que se dejó ir, pasando entre mis dedos, resbaladizo e inmóvil. El otro, flotaba, ladeado, con las aletas completamente pegadas al cuerpo y la mirada perdida.

Empapada, desagüé los restos. Enjuagué mis manos inútiles y me enfrenté a la noche más larga y confusa que había conocido. En silencio y sin poder cerrar los ojos pasaron las horas.

En la mañana, sin hambre, me levanté a ver qué quedaba del primero; el que flotaba ladeado con las aletas pegadas al cuerpo. Y así seguía, flotando. Me acerqué, con los ojos igual de apagados que los suyos, y noté que sus branquias se movían. Casi imperceptiblemente lento, pero se movían. Me senté junto a él y dejamos el tiempo correr, primero a gotas, hasta que se convirtió en un riachuelo que llegó al mar. Y ahí, en esa inmensidad de tiempo y agua, mi pez volvió a extender su cola y sus aletas en forma de mariposa. Explorando de arriba abajo su recipiente, probando su comida, mirándome de vuelta, jugando entre las piedras, vivo.