Desde su ventana se veía mucho más hermoso aquel rojo atardecer. El silencio era ocupado por los innumerables suspiros que su corazón iba soltando. Con los brazos cruzados empezó a temblar levemente y su cuerpo se mecía hacía atrás y adelante muy lentamente. El cielo seguía oscureciéndose y él no se movía de aquella ventana que comenzaba a empañarse. Cuando el cielo estaba completamente negro y las luces de su habitación eternamente apagadas fue que dió un paso hacia atrás con cuidado de no tropezar. Sus ojos se humedecieron. Depronto sintió un dedo cálido que rozaba su gélida mejilla, cerró los ojos y dejó que las lágrimas fluyeran salando su tersa piel. La mano misteriosa lo tomó de la barbilla muy suavemente y levató su rostro. Lo miró con ternura y acercó sus labios blancos a su oído, sopló unas palabras y él calló desplomado contra el suelo, pero justo antes de golpearlo estruendosamente fue detenido por aquellos frágiles brazos que lo levantaron completamente del piso. Secó las lágrimas con un pañuelo negro y lo llevó escaleras abajo, luego abrió la puerta y, ya afuera, alzó el vuelo.
Así le habían dicho que es la muerte: entre plumas negras.