Se sabe poderoso, pero aún así utiliza la máscara más fina de la timidez.
Yo llego quieta, curiosa.
Él se retira.
Arrítmica, comienza la inocente pero predecible coquetería.
La brisa ligera me trae su aroma mojado e irresistible y me lleno desde los pulmones hasta la punta de la nariz.
Con los ojos cerrados.
Me sorprendo al sentir espuma impecable y blanca entre mis dedos.
Cuando abro los ojos se vuelve a retirar.
Doy un paso hacia adelante para alcanzarlo.
Agua ligera acaricia mis tobillos, coqueta.
Sonrío a medias y se va, sin regresarme la mirada que lancé desde abajo.
Otro paso hacia adelante y no lo alcanzo.
Otro más y, repentino, me vuelve a sorprender.
Ruidoso, alcanza mis rodillas y se abraza de ellas firmemente, salpicando mis hombros con besos frescos y salados.
Se va con una sonrisa oscura que promete regresar.
Otro paso, con cuidado, y me atrevo a desafiarlo.
¿Qué más? Pregunto con los dedos que cuelgan de mis manos húmedas.
La respuesta llega repentinamente.
Me toma de la cintura y me arrastra hasta él.
Sin poder (ni querer) evitarlo me dejo llevar, me sumerjo en él, completa.
Lo beso, lo acaricio, perdida en ese vaivén que hace temblar la tierra.
Sumergida entera en ese murmullo que deshace la roca.
Me estremecen sus cosquillas blancas y mi sonrisa es azul y verde.
Me agota.
El corazón marca la hora de partir.
Disimuladamente, me acerco a su orilla, pero se da cuenta.
Lee mis intenciones y, celoso, me empuja lejos de ahí.
Mis pies se vuelven a marcar en la arena suave y clara.
Se va.
Recupero el aliento con un suspiro y me doy cuenta de que ha dejado su huella impresa en toda mi piel.
Me voy.
Él, orgulloso, pretende no mirar, pero a mis espaldas roba cada una de mis huellas, esperando el momento en el que yo regresaré.
Él herido, yo arrepentida.
De nuevo jugaremos a retarnos.
A alcanzarnos.
A querernos.
Con olor a sal y sabor a mar.