Una vez, cuando todavía tomaba el camión, el camión se desvió a Tacubaya. Sobre la banca de al lado sus ojos negros se preguntaban qué le pasaría, probablemente se sentía mal, como siempre, y trataba de conciliar el sueño impulsada por el monótono tono de voz del exponente. El problema es que es un lugar horrible, con mucha gente, mucha basura y temes que te asalten. Su respiración chocaba contra la empañada ventana, el sol no salía pero el frío no aumentaba tampoco. Parecían estar todos inmersos en una neutralidad verdaderamente molesta. Justo iba en camino desde casa de mi novia- la de ese entonces-, y no iba muy concentrado en el exterior. Se había perdido en los patrones que formaban las piedras del suelo de afuera del salón, en los árboles recién regados, en el pelo largo y rebelde de la vecina inerte. Se había perdido. Cuando el camión se detuvo y todos se bajaron, me asusté mucho y me bajé. Sabía que no le preguntarían esta vez, así es que no se preocupó cuando cínicamente abrió la ventana de par en par y asomó la mitad de su cuerpo entumido. Bebió ese aire áspero, aliviada. Como no sabía qué hacer ni dónde se tomaban las peseras o combis o lo que sea que me llevara a mi casa, vi a una chica en su uniforme de la Ulsa, entonces le agarré el brazo y ella, en vez de asustarse, me sonrió. Del otro lado del patio la miraron curiosos unos ojos oscuros. Sorprendida, quedó congelada con los ojos bien abiertos y el principio de una sonrisa en los labios. Le pregunté si iba hacia el mismo rumbo que yo. Me dijo que sí y le pregunté si me podía llevar. El momento quedó sostenido en ese éter denso y húmedo que llenaba cada rincón. Él, recargando la espalda y un pie contra la pared soltó una media sonrisa. Me dijo que sí también, me llevó a la combi necesaria, pagué el pasaje de ambos y me platicó que iba en cuarto de prepa (yo iba en quinto), que quería estudiar filosofía y que se llamaba Montse.El color de las mejillas de la chica cambió instantáneamente y deseó con todas sus fuerzas que el exponente terminara para poder salir. Que no tenía novio, le dije que yo no tenía novia (porque no quería a esta mujer) y después de un rato, bajamos, me llevó hasta la puerta de mi casa y nos despedimos. Finalmente terminó el martirio y ella salió corriendo al encuentro del no-desconocido. Y ya nunca la volví a ver. Juntos huyeron dando pasos lentos y sin decir una palabra que cortara el aire, que ahora ya no parecía tan denso.
Agradecimiento especial al donador de la anécdota y se la hace una petición, igualmente especial: no me quiebre, por favor.