Las pisadas se iban marcando ligeras con el paso de los minutos, no iban rápido, pero tampoco muy lento. Una tras otra, tras otra, tras otra. Del lado derecho se apreciaba un horizonte blanqueado, con montañas grises, todo muy pálido, silencioso, tranquilo. Del lado izquierdo las sombras parecían devorar el paisaje, con forme la vista se alejaba iba haciéndose imposible distinguir las formas, también había silencio, pero uno distinto, uno denso, parecía estar lleno de cosas o tal vez pensamientos, emociones, ideas o historias.
Las pisadas andaban justamente en el borde donde se juntaban los dos horizontes, con mucho cuidado de no caer demasiado en alguno de los extremos. La mayoría del tiempo, los pies iban tocando el terreno tibio y blancuzco cubierto de hierba gris-azulada (los pies iban descalzos), y algunas veces se despistaban y los dedos marcaban su huella en las penumbras que parecían estar plantadas en tierra fría, pero agaradable.
Las pisadas iban acompañadas de su dueña, con los ojos cerrados y los brazos colgantes.
Las pisadas no se detenían.
Las pisadas todavía no decidían.
Las pisadas iban marcando cada paso que daban, hundiéndose con suavidad en el terreno.