Tuve
dos peces. Pequeños, saltarines. Vivían separados por ser de distintas
especies, pero al final, los dos nadaban y causaban ondas en la superficie de
sus aguas. Uno tenía una cola larga, aletas amplias, parecía una mariposa. El
otro era más pequeño, más amorfo, más discreto; pero más vivo. Los dos comían
bien; a uno le gustaban los camarones y a al otro las migajas de pan. Los
tenía lejos del sol para que no se acaloraran, en recipientes transparentes
llenos de luz por todos lados. Todas las mañanas los saludaba y por las noches
me aseguraba que tuvieran agua fresca y limpia. Mis peces, que un día
amanecieron comportándose de forma extraña.
Uno
de ellos tenía las aletas pegadas al cuerpo, le costaba trabajo nadar. El otro
dejaba rastros rojizos por donde pasaba, seguía moviéndose, pero parecía que
algo le dolía. Me preocupé y los quité de donde solían estar: más sombra, agua
más limpia y fresca, mejor comida. Pero al día siguiente, el primero permaneció
en la superficie de su agua, moviéndose lo menos posible, recargado en la
planta ornamental. El segundo, se convulsionaba cada segundo con más fuerza,
golpeando las paredes de su recipiente. No notaron la comida, ni los
medicamentos, ni mi presencia.
El
primero, ladeado, con las aletas completamente pegadas al cuerpo solamente
respondía si yo movía su recipiente. El segundo golpeaba sus paredes, siempre
en el mismo lugar, cada vez más fuerte, hasta que fue inevitable abrir una
grieta por donde empezó a salir el agua. Primero unas cuantas gotas, pero la
presión aumentó y el chorro se hizo más grande. Corrí a tapar la grieta con mis
manos, pero era imposible contenerla. El agua corría entre mis dedos, y yo no
quitaba los ojos de encima de mi pez, que luchaba contra la corriente. Poco a
poco se fue vaciando y él cansando, hasta que se dejó ir, pasando entre mis
dedos, resbaladizo e inmóvil. El otro, flotaba, ladeado, con las aletas
completamente pegadas al cuerpo y la mirada perdida.
Empapada,
desagüé los restos. Enjuagué mis manos inútiles y me enfrenté a la noche más
larga y confusa que había conocido. En silencio y sin poder cerrar los ojos
pasaron las horas.
En
la mañana, sin hambre, me levanté a ver qué quedaba del primero; el que flotaba
ladeado con las aletas pegadas al cuerpo. Y así seguía, flotando. Me acerqué,
con los ojos igual de apagados que los suyos, y noté que sus branquias se
movían. Casi imperceptiblemente lento, pero se movían. Me senté junto a él y
dejamos el tiempo correr, primero a gotas, hasta que se convirtió en un
riachuelo que llegó al mar. Y ahí, en esa inmensidad de tiempo y agua, mi pez
volvió a extender su cola y sus aletas en forma de mariposa. Explorando de
arriba abajo su recipiente, probando su comida, mirándome de vuelta, jugando
entre las piedras, vivo.
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