Cada
vez que veo una casa sé que es mía. Todas lo son porque procuro mirar a través
de todas sus ventanas. Así los cristales no se desperdician. También porque
cuento las cosas que se apoyan en las paredes de distintos colores. Organizo
los estantes lejanos que platican con los cables de afuera. Acaricio a los
animales que me ven de regreso. Pedaleo las bicicletas estáticas, riego las
macetas y le cambio el agua a los floreros. Estiro los manteles y me paro sobre
las sillas (sin zapatos). Subo cada escalón corriendo, a veces con las yemas
sobre la pared. En las cocinas, le soplo a la espuma del fregadero y relleno
las ollas sucias con agua tibia. Muchas veces le bajo el volumen a las
televisiones y recargo los pies en las mesitas del café (sin zapatos). Sacudo
muñecas y enderezo letreros que cuelgan con nombres desconocidos y llenos de
color. Miro con cuidado las carpetitas, los adornos de cerámica, las flores
artificiales y cada cristal que cuelga del techo reflejando luces amarillas.
Escucho las aspiradoras y licuadoras. La mayoría de los teléfonos suenan tres
veces. Me gustan los fantasmas que viven dentro; andan por ahí con vasos en las
manos, o se sientan a comer, o lavan los platos, o ven partidos de fútbol. Lo
único que esquivo son las puertas, porque no las necesito. Todas las casas que
veo son mías.
Cuestiones fundamentales
4 years ago
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