Hay una puerta. Cerrada casi todo el tiempo. Pero de vez en vez, cuando no me lo espero, de la nada y desde dentro: se abre. Se abre con un rechinido familiar, casi dulce. Deja pasar olores que pensé haber olvidado, pero que al volver a percibir desatan memorias y nostalgias tan presentes, tan reales, tan verdes.
Sé bien lo que hay del otro lado: nubes, ventanas, mucha luz, un verde muy específico que no he vuelto a ver de este lado de la puerta. Pero también hay esquinas oscuras, escaleras que no llevan a ningún lado. Hay animales y obras de arte. Hay todas las luces de la ciudad de noche vistas desde un edificio alto.
Algo me llama. Alguien me llama. Es una voz que conozco y extraño. Y no estoy segura si me pide que cruce la puerta y nos miremos o si me está diciendo que ya no hay espacio para mi ahí. Quiero entrar.
¿Y si cruzo? ¿Qué tal que la puerta no está realmente abierta? ¿Y si cruzo? ¿Qué tal que realmente no hay voz? ¿Y si cruzo? ¿Qué tal que no puedo regresar? Y si cruzo. ¿Cruzo?
La veo cerrarse. Me acerco y la toco con la palma de la mano: no crucé. Todavía. ¿La próxima? Tal vez. Mientras tanto me siento en el suelo, de espaldas, esperando que vuelva a suceder.
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