No soy yo. Yo era interesante, libre y móvil. Hacía lo que quería y me gustaba. Hacía lo que quería y lo quería. Mis pensamientos tenían un tono de voz profundo, importante. Mis decisiones eran emocionantes, hasta la más pequeña: ¿qué comer? ¿cuánto correr? ¿qué canción para la madrugada? Mis manos eran fuertes y sabían hablar. Igual que mis pies: de piedra ligera, sabían hablar y andar. Sabían.
Este no es mi cuerpo. Ni mis manos; ahora débiles y ocupadas. Ni mis pies; anclados. Ni mis pensamientos que ahora suenan con voz severa, monótona, a queja. No soy mi cuerpo agotado, aburrido, sentado con ojos confundidos. Mis brazos que soportan una rutina obligada que huele a cadenas de hierro que se oxida, pero no se mueve.
Es que esta no soy yo. Yo era otra. Otra mejor. ¿Mejor? Distinta. Una que sabía hablar, abrazar. Pero no esta. No este yo. ¿Si no soy este yo, cuál soy? No este yo: sentada, inmóvil y con los ojos cerrados. Recordando un retrato anterior. Imaginando, mejor dicho, un retrato anterior. Sin querer abrir los ojos y confirmar lo aterrador: sí, soy yo.
Sí, esta soy yo. La que era interesante, ahora cansada de hacer. La que era libre, ahora multiplicada. La que era móvil, ahora crece. Ahora aprendo a querer lo que hago, a escuchar el susurro de mi pensamiento y a no ver el tiempo.
No soy yo, porque tengo los ojos cerrados. Pero sí soy yo, en cuanto los abra de nuevo.