No te acuerdas de nada, pero esa noche no se te va a olvidar así de fácil. Cuando saliste, harto de las instrucciones, de las órdenes y los reclamos, azotaste la puerta tras de ti. Sabías perfectamente a dónde ibas y ya no distinguías las voces amigas de las enemigas, las humanas de las bestiales. En una mano estrujabas el puño y en la otra, sobre el hombro, descansabas la piel roída de tu abrigo. Cada paso te retumbaba en la cabeza. La banda elástica que mantenía tu largo pelo negro recogido en una cola de caballo parecía incrustarse en tu cráneo dolorido. Alcohol era lo que buscabas, mezclado con humo espeso y luces tenues y rojizas. El camino no era largo y las huellas de tus botas mancharon el pavimento seco cada vez que un charco de aceite o gasolina se interponía en la ruta trazada inconscientemente.
Pronto llegaste y, al verte sentado solo en la barra del alborotado lugar, una o dos chicas se te acercaron coquetas a pedir fuego. No las escuchaste, tus rasgados ojos se irritaban con el humo de la pipa y de vez en vez parpadeaban muy lentamente. Sin quitar la mirada del vaso percibiste un cambio en el ambiente; algo perforaba el aire denso y penetraba, punzante, tu nuca. Pasaban los minutos y el calambre no cesaba. Aprovechaste tu agudeza de oído para predecir todos los movimientos del agresor. Una mano en la bebida, en la otra el tabaco quemado, la vista borrosa y concentrada en todo lo que el instinto dictara.
Se lanzó como una ráfaga de luz, cuchillas escondidas bajo las mangas de tela inaudible y ligera. Un salto horizontal que predijiste como jugada de ajedrez. Tranquilo soltaste el vaso, esquivaste el golpe por un lado y saliste del lugar sin dejar más rastro que el cristal goteando y cenizas en el suelo. El enemigo te siguió de cerca, veloz y aún silencioso. Era una sombra felina que iba tras el eco de tus suelas golpeando el suelo rítmicamente. Finalmente te encontró de espaldas con el abrigo puesto. Embistió una vez más y una vez más supiste lo que haría.
Te elevaste de un salto a metros del suelo, con las rodillas en el pecho y los brazos abiertos. Caíste a sus espaldas y volvió al ataque. Golpe que daba era bloqueado. Sus armas de plata oscura rozaron tu piel, fuiste más rápido. Se movió erráticamente, pero ya habías visto antes cada movimiento. Un pequeñísimo error: tratar de mirar dentro de las pequeñas ranuras de tu mirada. Así tomaste una de las mortales hojas y, dejando su espalda contra la pared del callejón, desprendiste su último aliento con un movimiento limpio de su propia arma.
Cayó al suelo y miraste, serio, las facciones femeninas y rígidas de tu oponente. La conocías, recordaste su voz por una milésima de segundo y partiste de vuelta. El regreso lo utilizaste para abrir la mente y permitir que el viento hediondo de las calles se llevara lo que acababa de suceder. Siempre es así, lo sabes, no lo recuerdas. Subiste los cinco pisos, abriste la puerta, te desplomaste con los ojos abiertos y descansó tu cuerpo. Mientras tanto, en tu piel quedaba grabado lo que sucedió esa noche, que no recuerdas pero puedes descifrar frente al espejo.