Fue el sonido de un chasquido el que se llevó la luz y todos los sonidos que venían con ella. Y lo que quedó era nada más un silencio oscuro, que aumentaba su densidad con los sentimientos de incertidumbre y terror. Las ventanas habían perdido su razón de ser, y el cielo se había mezclado con el concreto y las azoteas de los edificios aparentemente muertos. Todo se había convertido en un manchón de tinta negra, en donde el cielo amenazaba con cortar el aire usando sus finas cuchillas de agua.
Comparado con las demás personas, el hermano no se inmutó. Buscó a tientas un cilindro de luz verde y lo encendió. Subió las escaleras para encontrar a la hermana sentada en el filo del sillón, buscando hilar las frases de un libro con la ayuda de una linterna tenue.
"¿Ahora qué?"- retó el hermano.
"Pues vamos a buscarla, ¿qué otra?"- devolvió la hermana.
Ambos se alistaron con abrigos encapuchados, el color no existía. Uno amarró bien sus agujetas, la otra tomó las llaves del coche y se echó la mochila al hombro. Abrieron la puerta para descubrir que afuera el aire ya estaba siendo desgarrado por una lluvia, curiosamente, insonora. Se miraron, o pensaron que lo habían hecho, y corrieron hacia el auto al mismo tiempo. Ya encerrados y empapados ella introdujo la llave y encendió la luz amarillenta que le revelaría el camino. Encendió el motor y se pudieron en marcha.
Avanzaban confiando en el escaso metro de luz que podían ver, echando el agua fuera del cristal con violencia. Ambos con la misma melodía grave en la cabeza y sin palabras en la boca. Ni un coche fuera, ni una persona, ni un rayo de luz extra que los pudiera revelar en caso de que estuvieran.
Y así siguieron por un buen rato, quién sabe cómo y quién sabe cuánto, hasta que, finalmente, alcanzaron a ver un faro a lo lejos. Uno bien encendido con luz y con ruido, y ahí se fueron a quedar.