Leyó sin parar, saboreando cada palabra, cada diálogo y, en especial, cada descripción. Los personajes eran perfectos, tan humanos que los escuchaba en su cabeza una vez cerrado el libro, los veía cruzar la calle y, algunas veces, hasta los vio sonreír. Se trataba de un tomo grande y pesado, unos cuarenta capítulos, más o menos. El novelista era un genio indiscutiblemente, no descuidó ningún detalle a lo largo de la obra. El título era magnético, las oraciones cortas y concisas y, sin darse cuenta se encontraba ya a dos capítulos del final definitivo de la obra.
El final definitivo de la obra consistía en diez páginas y un epílogo. Y ella, al llegar al capítulo coronado con el número CUARENTA se detuvo. Verificó que fuera el último, el que contiene la conclusión de tan intrincada novela y, sin pensarlo dos veces, cerró el libro.
"Simplemente no me gustan los finales, porque en la vida no hay finales. Uno no puede pensar que la historia termina y termina, por eso, cuando cierro el libro sin terminarlo siento, y sé, que estoy dándole a la historia un sentido infinito, un significado que no se acaba, como la vida misma. Hasta que se acabe y yo con ella; sin haber leído el final."