En el espacio los astronautas no pueden llorar,
la falta de gravedad impide que las lágrimas fluyan.
Sabía que la vista era única, era sublime, maravillosa. Finalmente estaba fuera de aquella atmósfera que me oprimía y llenaba mis pulmones al estar sobre la tierra. Mis pies no necesitaban suelo firme. Mi mundo, ahora, era yo misma. Y desde la ventanilla dibujé con el dedo las líneas que dividían la tierra del mar, las nubes del vacío, la Tierra del todo. Azul como un suspiro lleno de nostalgia flotaba en la negrura de todo lo demás y yo, desde fuera, pintaba su imagen en mi memoria. Ni siquiera el aire podía competir contra la inmensidad que llenaba mis pulmones, mis entrañas enteras, mi alma. Y flotando yo también miré hacia el otro lado, la otra ventanilla, que me mostró al astro plateado en todo su esplendor. Luna preciosa y quieta, callada. Me llené de su blancura y fue entonces que me vinieron las ganas de llorar. Era imposible contenerlas. Pero las lágrimas no aparecieron. Ellas se quedaron en Tierra, junto con la gravedad, junto con tantas cosas que ahora ya no importaban. Yo estaba fuera. Y los escalofríos seguían subiendo desde el estómago, anudándose en la garganta. Y mis ojos secos. Hasta que, muy discretamente, me llevé la mano a la mejilla derecha para encontrarme con una motita brillante. Cálida e incandescente estaba, brotando de mi ojo, la estrella. Y a ésta la fueron siguiendo más y más. Poco a poco se iban desvaneciendo en mis manos. Luego de una sonrisa, que no cupo en mi cara, miré de nuevo por la ventanilla. Para mi sorpresa, el vacío estaba ahora ocupado por miles de millones de luces, unas más brillantes que las otras, pero todas hermosas. Inerte quedé flotando, admirando la maravillosa vista: cada una de las lágrimas ahí había quedado plasmada, en el infinito, llenando el vacío oscuro para iluminar las noches despejadas.