El edificio era viejo y descuidado. Las escaleras ya tenían el pasamanos oxidado y los escalones cuarteados. Las paredes ya no eran blancas; ahora tenían manchas de todos colores, formas y procedencias. Los inquilinos que solían alquilar en aquél lugar no duraban más de dos años en los diminutos departamentos que ofrecía el lugar. Barato como pocos, el edificio nunca se encontraba en silencio. Los cinco pisos rechinaban durante el día y retumbaban por las noches. En la azotea siempre había alguien, consciente o no, pero alguien al fin y al cabo. No había patio, no había plantas y el estacionamiento se encontraba casi desierto de no ser por el destartalado Volks Wagen azul que ahí vivía desde hacía algunos años. Todos se conocían entre sí, a pesar de entablar cortas amistades (o, en su defecto, relaciones más que amistosas). Cada puerta del condominio era completamente distinta a la otra, pero, a pesar de las diferencias concernientes al color, todas coincidían en el hecho de estar abolladas, tener bisagras ruidosas y, sobre todo, la pintura desprendida y descuidada. Una de las dos puertas en el tercer piso, casi nunca era abierta, no como todas las demás. De vez en cuando alguien dejaba las bolsas del mercado afuera y la dueña las metía con cuidado y sin ruido. Desde fuera se escuchaba la música durante las madrugadas de insomnio o terror. Y, si se miraba desde la banqueta, la ventana siempre estaba abierta. Un día, nadie supo cuándo ni por qué, la puerta misteriosa amaneció rota. Como si alguien hubiera entrado por fuerza y hubiera tenido que destrozar la chapa y partes de la madera. Lo curioso era que nadie escuchó ningún ruido sospechoso o fuera de lo común la noche anterior. Los vecinos, carcomidos por la curiosidad, entraron en el diminuto departamento y lo encontraron en orden; todo limpio y en su lugar, pero nadie lo habitaba. La habitación principal se encontraba con la cama deshecha y con algunos zapatos tirados por el suelo, como era natural. Era la cocina el único lugar que presentaba un escenario poco habitual: sobre la mesita estaban esparcidos algunos cuchillos embarrados con distintos sabores de jaleas o condimentos, migajas de pan regadas por doquier y otros ingredientes fuera del refrigerador. Además, una cajita pequeña de cartón que había sido abierta sin el más mínimo cuidado, olía a pólvora y plomo. Los visitantes, al no encontrar nada útil o valioso salían del lugar decepcionados. Seguramente la dueña tuvo un arranque de alguna enfermedad mental y destrozó la puerta a plomazos. Seguramente, porque la dueña no volvió para reparar su puerta rota.