Esa noche la Luna no se veía, estaba oculta detrás de una espesa nube de lluvia que todavía no había decidido dejarse caer. Por la hierba se escuchaban claramente las pisadas lentas de un par de pies pequeños y descalzos. Finalmente las pisadas se detuvieron y la dueña miró a su alrrededor cuidadosamente antes de sentarse en una roca plana que sobresalía entre el pasto ya seco. Su larga falda punteada se acomodó a la perfección y encorvándose un poco cruzó los brazos y enterró su cabeza en ellos, en seguida su larga melena enmarañada cubrió lo que se veía de su frente y escuchó como el viento hacía tintinear sus múltiples pulseras. El tiempo pasaba lentamente, poco a poco la pesada nube se fué alejando y la Luna menguante iluminó tenuemente aquel campo abierto y la silueta de aquella paciente gitana. Después de algunos minutos volvió a incorporarse, apoyando la cara en sus puños cerrados, pestañeando levemente cuando sentía que sus negros ojos se secaban. Esperó un largo rato sin moverse, simplemente esperando.
Poco después se levantó de un salto, a lo lejos se escuchaba otro par de pies que avanzaban hasta donde ella estaba. Giró la cabeza hacia la dirección que sus oídos le indicaron y suguió esperando, esta vez de pie. Poco a poco una silueta se fué dibujando: el dueño de las pisadas había llegado, finalmente.
La gitana nerviosa esperó a que el extraño parara su camino justo en frente de ella, él era más alto, llevaba la camisa blanca ceñida a la cintura con una gruesa banda nerga de tela vieja, pero lo que ella nunca olvidaría serían aquellos ojos, que la miraban suplicando que no huyera, y ella quedó aprisionada en su lugar, sin hacer ningún movimiento, simplemente esperando...